Junto a la ermita de San Amaro, en su recinto, hubo un pequeño cementerio, donde ahora peregrinos y paseantes hacen un alto en el camino. Reina el silencio y también es buen lugar para pensar o leer un poco, después de un rezo al santo, si eres de rezar, o simplemente de visitar la pequeña capilla con el yacente de piedra. Cada uno da a su visita el tinte que desea.
El mío es el del pasado, entro y brotan de las paredes los exvotos desaparecidos, lo que de niña movía mi curiosidad y me dejaba pensativa. Eran tiempos de aceptar todo porque sí. Moños, trenzas, muletas, piernas ortopédicas. ojos de cristal, órganos humanos de escayola, cuadritos con relatos ingenuos de los milagros del santo, un batiburrillo de horrores que quedó en mi memoria. ¿Por qué se retiró aquello? Pienso que uno de los motivos sería el higiénico, aparte de una nueva religiosidad. En ambos casos, el tufo del pasado.
Del cementerio, que inicialmente era de peregrinos, se ha ido retirando todo también. Sólo quedan las lápidas del atrio, alguna cruz de hierro y lo que fue la tumba que yo creía de un niño, un ángel que siempre llamó mi atención. Creo que hace unos años se podía leer el nombre del yacente. Ya no habrá nada, pienso, ahí debajo...
Unos voluntarios de la parroquia se turnan para vigilar San Amaro que últimamente ha sido víctima de robos. La que estaba allí el día de mi visita me conoce bien y me animó a sentarme y leer. Leí un poco, Galdós en compañía de un gato, un peregrino durmiente y unos jóvenes papás con niño y carrito. Y recordaba el San Amaro de antes, el de los exvotos polvorientos y las gracias por el favor concedido.
No sabemos mucho de San Amaro, ya ve Sor Austringiliana. Un peregrino que cuidaba a otros peregrinos.
María Ángeles Merino
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