Llovía, devolví un libro de mucha enjundia y provecho a la biblioteca de San Juan, con préstamo sobrepasado. Me sentía un poco culpable. No es mi costumbre, son muchas páginas que reconducen a otras páginas; pero cuanto he disfrutado con la biografía de Benito Pérez Galdós de Yolanda Arencibia, un gran trabajo, seguramente fruto de toda una vida de investigación. ¡Qué gran señora la filóloga canaria, tan apasionadamente galdosiana, doña Yolanda!
Seguía lloviendo.
Allí mismo visité la exposición sobre Francisco de Enzinas, un burgalés del XVI que cometió la osadía de traducir el Nuevo Testamento de la Biblia Vulgata, que no se podía leer sino en latín. Un hereje ante el emperador Carlos, el primero de España y el quinto de Alemania. Escapó de la cárcel y de la hoguera, eran tiempos duros para el libre pensamiento. La "palabra de Dios" era intocable, a Diego Enzinas, su hermano, le costó ser quemado vivo. Y era el Renacimiento. Recordaba a Cipriano Salcedo, el de "El hereje", personaje de Miguel Delibes.
Seguía lloviendo. Se me había olvidado la lluvia, en compañía del recuerdo a dos protestantes bautizados en San Gil, tal vez en la misma pila que yo. Quisieron "mover el mundo con su pluma como palanca".
Culpables.
Un sentimiento, el de culpabilidad, tal vez diluido en el agua bautismal. Ya ve, Sor Austringiliana, qué herejía se me pasa por la cabeza, mal lo hubiera pasado en el mil quinientos y pico. Galdós tampoco lo hubiera pasado bien.
Herejes.
María Ángeles Merino